Promociones de dos por uno en pan dulces y turrones, luces chillonas vistiendo las entradas de cada casa, las calles repletas de personas buscando anticiparse lo mejor posible a las ofertas de etiquetas rojas y verdes. Ok… lo voy entendiendo: se acercan las fiestas. Navidad y fin de año están a unos días de distancia, y, como no puede ser de otra manera, la sensación de una clausura inminente también. Pasa que cuando comienza a mostrarse esta verdad uno no puede evitar preguntarse, “¿qué carajo hice este año de mi vida?”. Y si no te lo preguntaste todavía, al menos lo habrás escuchado, es difícil que no aparezca en alguna conversación esto, alguna que otra observación sobre la velocidad despiadada del acontecer del 2018. ¿Y yo qué carajo hice este año de la mía? No sé si vale preguntarse por eso. Siempre me resultó un poco absurdo tener que hacer una suerte de balance de cuentas tan solo porque al ocho se le cambia un nueve en el calendario. Siempre pasan cosas, aunque uno acepté o reniegue de esta sólida sentencia. Supongo que ocurrieron un poco de ambas: el panorama está entretejido por cosas interesantes y también las banales de siempre si miro sobre el hombro. Aunque es cierto que ahora, la transición de este año al otro me agarra con los objetivos totalmente diferentes. No soy el mismo que el de agosto o marzo, aún menos que el de enero. Y puede ser que sí un poco.. que la velocidad del tiempo parezca ser reciente en la piel de cada año que se despide, pero eso es solamente porque hundido en las trabazones de nuestras comedias y tragedias diarias no esperamos que se presente el inevitable final de cada acto. El tiempo deja de pesar en la mente si se lo entiende en el ardor del efecto mismo, porque ocurre que deja de sacudir en nuestros corazones cuando se llora al mundo o, mejor aún, cuando se lo ríe. Después, es lógico que las vivencias nos parezcan insignificantes y huecas si no hacemos mucho más que agruparlas dentro de categorías anuales, es claro que cualquier cumulo de episodios es estrecho en valor si se lo mira desde una perspectiva distante. Y Einstein seguramente se estaría revolcando en su tumba si fuera testigo de mi bruta comprensión de su pensamiento sobre el tiempo, en realidad nunca la entendí ni me tomé el tiempo, pero reconozco dentro de mi limitada sapiencia que hay mucha belleza en la precisión de esa teoría. Todo parece mucho más intenso y condensando si se lo contempla desde la vista de eternidades inabordables, fugitivas de cualquier agenda, cuando a las cosas se las sufren realmente. Y me refiero a un sufrimiento que abarca su más amplio sentido, ya sea si se sufre algo con alegrías, con heridas, con carcajadas, o bien, con gritos de locura como alaridos de orgasmos. Todo parece interminable cuando nos permitimos que la emoción interceda por nosotros. Y tal vez sea eso lo que pasa a finales de cada año, el sentir que no se ha sentido demasiado. Lo único que puedo decir de mi año al respecto es que pude permitirme sentir un poco más de lo usual y quizás también, que los planes de aparentaban ser de piedra ya no son los mismos.
Pero ni las publicidades ni los planes de asados y cierres de fin de año me hicieron tomar conciencia de un dos mil diecinueve a la vuelta de la esquina. Realmente me di cuenta que estamos transitando por las vísperas de estas fechas la semana pasada. Cuando lo noté frené en seco, como quien está a punto de caer en la orilla y se detiene justo en el borde, perplejo. Estaba corriendo – ahora salgo mucho más que antes- por una calle que desde muy chico no recordaba andar. Esto era claro por la iluminación amarillenta y antigua, el asfalto agrietado y la presencia de malos pastos abriéndose paso entre sus recovecos, la basura acumulada en las esquinas, y sobre todo esas paradas de colectivos cayéndose en pedazos de óxido y de olvido. Por un momento me sentí dentro de un Fallout, algo así como si el mundo hubiese terminado en algún momento y nadie me hubiese avisado. Y entonces corría con la luna a mi espaldas y solo me guiaba por los círculos de luz que se proyectaban en la calle empinada y rota. No tenía miedo, siempre me siento más seguro en la penumbra. Solo me resultaba curioso ese hecho que contrastaba a la vista, una ironía sutil entre ese vecindario de challets precarios y apartados, y la compleja iluminación navideña y seguramente costosa que decoraba las puertas y los frentes de cada una de ellos. Parecía estar respirando una imagen onírica, cual sumersión soporífera de un trotar suave sobre un camino de redondeles resplandecientes, además de estar rodeado por la respiración rítmica de luces que iban y venían. Iba entretenido en esa imagen cuando en algún momento vi una casa que resaltaba entre las demás por su simpleza. Era de una complejidad tan humilde que, cuando me detuve a observar mejor, creí que se trataba de un galpón un poco más grande de lo normal. Parecía entre la oscuridad del ambiente un cubo gris, mal revocado, con una puerta sencilla como entrada que le seguía una ventana cuadrada, de rejas verdes y no muy forjadas. Me surgió una tristeza que no esperaba al ver todo eso. No sé, esa morada tan en disonancia hasta con la misma decadencia del barrio. Y muchísima más tristeza al notar que entre esas cortinas cuadriculadas cobraba vida el pulso de una luz monótona y pausada. Parecía respirar la casira cuando la luz se mitigaba en la penumbra y luego con calma regresaba a tomar aire cuando resplandecía en un ritmo moribundo, hasta con cierta armonía de angustia. Esa sensación me dio el cachetazo de que relativamente ya era fin de año. Era una angustia reflexiva, algo así como un sabor a premonición, y más aun cuando intente reconstruir en la cabeza a un dueño solitario, que, el veinticuatro a medianoche, brindaba en las tinieblas parciales de su pequeña casa hacia los brazos próximos de un año que le daría lo mismo seguramente. Me sentí triste, no lo pude evitar, y entonces volví a correr las pocas cuadras que quedaban hacia mi casa, esa vez con más rapidez.
Hoy en día, siendo sincero, resulta un poco de molestia el escribir. Y lo siento algo molesto porque no logro entender el por qué lo sigo haciendo, o quizás ese sea el asunto; lo entiendo pero es en esa verdad que en lo profundo sé que atenta con invalidar todo lo que construí mediante palabras en este año. Temo el haber no sido sincero conmigo mismo. Una relación de antídoto- enfermedad porque a pesar del desasosiego final que me genera todavía no entender mis razones, es la única manera que tengo de mantener los pies sobre la Tierra, de evitarme a mi mismo no hacer estupideces de las cuales me arrepentiría luego. Como hace algunos días, revolviendo en las hojas muertas de un viejo anotador, encontré las preguntas de lo que era yo a comienzos del año. De esos meses en los que depositaba una toneladas de por qué en las inocentes páginas, en el correr de los vientos de abriles enfermeros y de chicos jugando al basket. Apenas lo leí sentí pena por él, porque siempre supo el camino a los que desembocaban esas preguntas, solo que no quiso ver más allá de las palabras y de los aparentes hechos. Algo así como cuando se ve el flash de un rayo que se extiende por todo cielo y sin embargo no reaccionas, te quedás ahí a esperar a que cobre existencia solida cuando se vuelve sonoridad, cuando ya es tarde y te alcanza el quiebre de un relámpago. Y la verdad siempre estuvo ahí para todos, centelleando en claros signos, pero tan solo aquel esperó a nunca escuchar el estruendo que antecede a cualquier hecatombe. Me da bronca también, el chabón toda la vida manejándose sobre el principio de dos más dos son cuatro, y esa vez quiso ver que el resultado daba cinco. Hecatombe…palabra curiosa, algo divertida. Ahora es eso, intentar sumar bien aunque el resultado sea aburrido y el mismo de siempre, anticiparse a la luz antes de sufrir el sonido del derrumbe. Las cosas pasan simplemente, ¿qué se le puede hacer?, brindaré por eso seguramente en algunas noches. Y para ser honesto, mi primera intención no era una reflexión insuficiente sobre las sensaciones que se acarrean a fin de año sino que tenia pensado explayarme en una aburrida lista de las cosas que ocurrieron en mi vida durante este año. Sería un ejercicio narcicista lo segundo, una intención de informe que se escaparía con el viento y a mis verdaderas necesidades interiores. Lo mejor es que intente recuperar mi viejo modo y suelte palabras auténticas para intentar construir, nunca de manera satisfactoria, algún pensamiento que me haga entender. Pues es eso algunas noches, horas de carruseles e idas y vueltas a la heladera. Encontrar respuestas que están ahi y a pesar de comprenderlo, ya no distingo si escribo para entenderme o para lograr que me entiendan, si es que queda alguien después de todo.
A pesar de entender los cómos de toda esta porquería, no puedo lograr alejarme de estas fechas y de toda esta atmósfera que se aspira aunque no se quiera, y, mucho menos, de la espera que todo esto implica. Una particular angustia logra apropiarse de mis ansias hasta convertirlas en un sentido de desesperación absurda de querer escapar sabiendo que no se puede escapar hacia ningún lado. Será porque sé con vaga seguridad que la noche, como nunca en las noches ocurridas en el año, me pegará con tanta fuerza melancólica, con tanto reproche de las cosas perdidas y que no fueron, que seguramente olvidé que a la mañana siguiente el sol brillará sin haberse percatado de nada; inmutable como debe ser, con la misma indiferencia de siempre. Cada fiesta me siento más como Michael. En la segunda de la trilogía, cuando en ese preludio final se muestran a todos contentos y altivos, hasta que llega el jefe de la familia y bueno… él se queda solo, apartado en esa mesa mirando su vaso y ya, imposibilitado por su naturaleza, ya empezando a extrañar desde ese presente que todavía no era pasado. En cada ocasión festiva semejante, me veo más parecido idéntico y encerrado en esa escena, así, perdido en mi soledad, incapaz de hacérsela comprender al mundo de los demás y a la vez que es lo único que permanece constante de mí; el único fragmento que se reitera a pesar de que todo lo demás parece cambiar. No quiero terminar así, más allá de la ficción, no quiero terminar dentro de una pequeña casilla brindando en la oscuridad mientras un extraño se apiada de mí desde la calle agrietada. No quiero sentir que pasa el año y que me robaron cosas que nunca estuvieron en mí. No quiero sentir más la falta en mí. Pero tampoco para aplacar a esa angustia quiero formar parte de ideas y costumbres que no puedo abrazar dentro de mi propia identidad. Tal vez a este año que se va le tenga que poner la etiqueta como aquel más propenso a las contradicciones. Tenerle miedo a mi soledad sabiendo cómo funciona y que no tiene que doler es absurdo a estas alturas. Quién sabe. Pese a todo, pese a este sentimiento de cuenta regresiva, hay una idea que me está seduciendo bastante, una que un amigo me arrimó. Una posibilidad que no tenia en mente. Todavía no estoy seguro pero me gusta demasiado la idea de pasar un año nuevo con la familia que dejé alguna vez y bajo el cielo cordobés. Y sí, es más que seguro que me vaya unos días, mi barrio puede seguir manteniéndose en su orden sin mí. Quizás en algún arroyo de esos encuentre un alivio para mis contradicciones o un olvido momentáneo para mi cegadora memoria. Por lo pronto, a cualquiera que le lleguen estas palabras perdidas, tan solo le deseo unas cuantas felicidades y el abrigo de un pequeño consuelo para no alarmarse como a veces me pasa a mí al olvidarme que nada importa realmente. No hay que alarmarse, si las cosas no resultaron suceder como se pensaron en un primer momento, siempre hay tiempo para re acomodarse en propósitos y empezar a luchar por un cambio que sume hacia un porvenir más cálido. En fin, ¡Felicidades! Y a no bajar la guardia que aunque nos encuentre un año nuevo, la vida será igual de hermosa o de trágica al día siguiente.